La complejidad de los contextos organizacionales, el tsunami de información que nos ahoga, la necesidad de innovar y los cambios continuos que ocurren en el entorno, requieren herramientas de análisis y elaboración de las decisiones de un nivel superior al de las tradicionales. Por eso, es necesario utilizar recursos intelectuales capaces de manejar esa complejidad, que resulta inabarcable para el individuo aislado. La acción debe apoyarse, entonces, en la sinergia grupal que puede producir el salto cualitativo necesario.
Del mismo modo que nuestro cerebro genera ideas mediante la interconexión de múltiples áreas funcionales que se manifiestan hacia el exterior como un solo órgano, el equipo está llamado a unir sus mentes mediante metodologías de trabajo que optimicen su capacidad. A través de ellas, es posible abrir brechas en las barreras disciplinarias, suavizar los egos y permutar la defensa de las posiciones individuales por una franca persecución del objetivo común.
Desde tiempo atrás, disponemos de técnicas aptas para construir el pensamiento en forma grupal. Se trata de herramientas conocidas aunque poco utilizadas, que permiten procesar la información de modo que los aportes individuales van sufriendo imperceptibles transformaciones a lo largo del camino, para convertirse finalmente en una idea colectiva de superior magnitud a la cual nadie se atreve a asignar una autoría precisa. Tal vez por ese motivo, todos suelen estar dispuestos a aceptarla de buen grado.
Lo curioso del caso es que esas herramientas están diseñadas para trabajar desde lo intuitivo, potenciando la creatividad y la innovación de los participantes más allá de lo que parece obvio. Porque solo desde allí es posible expandir nuestra capacidad consciente fuera del ámbito limitante de nuestra racionalidad, para lidiar eficazmente con la complejidad que nos rodea. La intuición nos guía y, paso a paso, valida lo elaborado de un modo que ningún otro instrumento mental es capaz de lograr.
Por supuesto, lo intuitivo es visto como opuesto a lo racional y, en consecuencia, suele generar una gran desconfianza en los niveles directivos, a quienes se ha enseñado a manejar números en forma casi exclusiva. Para ellos, la aplicación de esas dinámicas es percibida como una pérdida de tiempo. Nos falta entrenamiento en cuanto a combinar lo mejor de ambos mundos —representados por nuestros dos hemisferios cerebrales— y solemos descartar este procedimiento en nuestras organizaciones porque somos incapaces de comprender su importancia.
Algunas de las más valiosas herramientas de ese tipo son simples mecanismos de estimación “al tanteo”, que se utilizan para canalizar sensaciones individuales que, por sí solas, no podrían tener una expresión precisa: el diagrama de causas y efectos (Ishikawa), la tormenta de cerebros, el diagrama de afinidad, las técnicas de multivoto, la transferencia de ideas, los diagramas matriciales, la “casa de la calidad” de la técnica QFD (Quality Function Deployment) y tantas otras que, en todo o en parte, no hacen más que guiar la intuición del equipo a lo largo de senderos capaces de aportar soluciones innovadoras para aprovechar nuestras mejores oportunidades.
En particular, casi todas esas herramientas se apoyan en la capacidad del ser humano para apreciar proporciones dentro de un cierto rango de variabilidad, a las cuales pueden fácilmente asignarse valores específicos (por ejemplo, el famoso“80-20” de Vilfredo Pareto). Con esos valores podemos, luego, operar cómodamente para obtener conclusiones tentativas con cierto grado de “objetividad”.
Es un grave error minimizar la importancia de semejantes instrumentos, pero el error más grave consiste en hacerlo sólo porque no nos hemos tomado el trabajo de comprender su significado y de entrenar a las personas en el dominio de las técnicas apropiadas.
La aplicación de los principios neuropsicológicos en que se basan esas técnicas puede ayudarnos a desarrollar decenas de aplicaciones novedosas y útiles para distintos propósitos, gracias a las cuales podemos continuar elevando nuestras metas. El efecto motivacional que ejercen es grandioso, en tanto seamos fieles a los propósitos y profesionales a la hora de perseguirlos. Un equipo armado con estas herramientas no puede perder.
Como líderes, es preciso comprender estos hechos en toda su magnitud. Las mentes desafiadas de un colectivo pueden producir conocimiento de elevadísima calidad, si se sabe cómo armonizarlas y se logra enfocar su energía. ¿Por qué menospreciar esa riqueza? La información compartida en el seno de un equipo motivado se transforma en el mejor conocimiento posible, aquél que conduce a la acción eficaz en un marco ético. Cualquier otra cosa desemboca en las situaciones que estamos acostumbrados a observar en nuestras sociedades y no parece una actitud que las generaciones futuras estarían dispuestas a aplaudir.
Pero, ¿cómo generar, en los miembros de un equipo, la actitud necesaria para conectar sus mentes en la construcción de rumbos colectivos? Constituye un tremendo desafío sustituir las reglas del clásico desempeño individual por otras, abiertamente opuestas, que permiten lograr sinergia mental, alineamiento de voluntades y aprendizaje organizacional, gracias al verdadero trabajo en equipo.
Esto requiere algo más que una tímida intención o un discurso que anuncia un nuevo proyecto de mejora, porque los paradigmas convertidos en hábitos no se transforman desde lo intelectual, por brillante que esto sea. La sustitución de paradigmas solo puede ocurrir desde la acción concreta, porque es nuestro organismo entero quien debe experimentar los cambios para que éstos sean aceptados y se graben en nuestra memoria celular.
Por eso, la creación de una inteligencia colectiva en el seno del equipo solamente será posible como consecuencia de la actividad combinada de las mentes que lo componen, en tanto el biolíder sea capaz de ponerse a su frente para conducir con firmeza el cambio cultural requerido.